lunes, 4 de mayo de 2015

ACEPTA LA DISCIPLINA

No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección. Prov. 3:11. 
Todos los días, en cada esquina, la vida nos depara sorpresas. Unas agradables, otras tristes. Damos la bienvenida a las primeras. Rechazamos las segundas. Al fin de cuentas, el ser humano no fue creado para sufrir. Huye de todo lo que le provoca dolor.
El dolor es un elemento extraño en el universo perfecto de Dios. La muerte, la tristeza ti° las lágrimas no existían cuando el mundo salió de las manos del Creador. Los espinos y los sufrimientos aparecieron en el escenario edénico como consecuencia del pecado.
Hoy, el dolor y el sufrimiento son realidades de la vida. Llegan en forma de adversidades, conflictos, problemas v una variedad sin fin de experiencias traumáticas. ;Qué hacer con ellas' ;Qué hace Dios para librar a sus hijos?
Erradicar el dolor en un instante no es posible. El pecado, como cualquier enfermedad, tiene un proceso de duración, a veces Largo e insoportable, pero necesita tiempo para madurar v llegar al fin.
Lo que Dios hace es redireccionar el sufrimiento. Cuando el dolor llega, viene con el propósito de destruir. Ese es el blanco del enemigo. Lo que más le complace es hacer sufrir a la criatura e incitarla así a pensar que Dios es el causante del dolor y el sufrimiento.
Pero Dios roma el sufrimiento v le da un nuevo rumbo. Lo usa como instrumento de educación, formación, restauración y corrección. El sufrimiento cambia de propósito y de nombre. No se llama más dolor, sino, disciplina. El dolor destruye y mata. El dolor mata, la disciplina trae vida. El dolor adormece, la disciplina despierta.
Por tanto, no rechaces la disciplina. Acéptala, adminístrala. Déjate educar, pulir y cincelar. Tú y yo somos como piedras preciosas en bruto. Existe dentro de nosotros un diamante escondido que solo las adversidades de la vida serán capaces de hacer aparecer.
Mañana será otro día. Las nubes de hoy ya habrán pasado. El sol brillará de nuevo y con él, tú también brillarás. Cree en eso, y hoy: "No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección".

 Alejandro Bullón



¿Qué haces aquí, Elías?

“Allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Llegó a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías? ’” (1 Reyes 19:9).

Horas después del sacrificio del Carmelo, la lluvia todavía no había llegado.

Elías oró seis veces a Dios y seis veces su criado volvió diciendo que no había señales de lluvia. El profeta empezaba a inquietarse. Quien había denunciado duramente la apostasía del pueblo, estaba ahora suplicando por agua, la renovación en Israel de las bendiciones temporales de la vida. La séptima vez, los nubarrones de la tormenta llegaron y ¡de qué manera! De inmediato, el siervo de Dios advirtió al rey que descendiese a Jezreel, pero era ya de noche, la oscuridad y la lluvia torrencial no dejaban ver el camino, así que Elías avanzó delante del carro de aquel rey impío señalándole la ruta como un humilde criado.

Cuando la reina Jezabel se enteró de lo sucedido en el Carmelo, la muerte de los cuatrocientos profetas de Baal la llenó de ira y amenazó de muerte a Elías (1 Rey. 19:2). Esa misma noche, un mensajero despertó al profeta y le transmitió las palabras de Jezabel y, de manera incomprensible, el poderoso paladín de la verdad del cielo se llenó de temor y entró en una terrible depresión. “Pero el que había sido bendecido con tantas evidencias del cuidado amante de Dios, no estaba exento de las debilidades humanas, y en esa hora sombría le abandonaron su fe y su valor” (Profetas y reyes, p. 117). Y es que, en las batallas de la fe, no basta con obtener la victoria una vez por todas; nuevos conflictos volverán a poner a prueba nuestra confianza en Dios. En la experiencia religiosa, nadie puede pretender “vivir de las rentas”.

En Horeb, donde Moisés había visto la espalda de Jehová, se volvió a revelar el Señor a Elías, pero no en el huracán, ni el terremoto, ni en el fuego, sino en un silbo apacible y delicado. Y de pie, en la boca de la cueva, cubierto su rostro, escuchó dos veces la inquisitiva pregunta: “¿Qué haces aquí, Elías?” Su misión no había terminado. Su desánimo y su frustración le estaban apartando de la gran reforma religiosa que le quedaba por hacer. Asimismo, a todo hijo de Dios cuya voz el enemigo de las almas ha logrado silenciar con el abatimiento, se le dirige la misma pregunta, y solo con fe abnegada, aferrados a Jesús y al amor de Dios podrán responder de la mejor manera.

¿Te sientes triste? No te abandones a la desesperanza. Tu misión no ha terminado. Disponte hoy a escuchar la voz del Señor.


El Dios de lo imposible

Entonces dijo Sara: “Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo. Génesis 21:6

Una tenue brisa sacude la lona que cumple la función de puerta de la tienda, y Sara se fija en los tres huéspedes que están afuera, hablando con su esposo, Abraham “¿Quiénes serán?”, se pregunta, sarcástica, tras haber escuchado al portavoz de los forasteros anunciarle un hijo… ¡a Abraham! ¡A ella!

Sigilosa, Sara vuelve a descorrer la lona detrás de la que se esconde, y se fija ahora en Abraham, en su cabello cano y en las arrugas que marcan su cuerpo; en el bastón donde se apoya mientras habla, fiel compañero de su lento andar que ya, más que un soporte, parece formar parte a su fisonomía como si fuese uno más de sus huesos. Vuelve a reír para sus adentros.

Ella misma es una muestra viviente de los estragos de la ancianidad. Las venas azules en los párpados, y el cuerpo pequeño, débil y con formas que le recuerdan que ya no es la misma mujer de antes, y que la piel arrugada y la senilidad contrastan mordazmente con las pasiones carnales de una lejana juventud.

Sara ha pasado toda su vida disimulando la desdicha de su infertilidad. Vio que Dios demoraba su promesa y que el tiempo se le acababa; abandonando su fe, decidió tomar las riendas de su vida a su antojo. Igualmente, cada mujer tiene dentro de sí a una Sara. Cuán difícil se nos hace a veces confiar en lo que Dios nos promete. Pero la vida de Sara debería enseñarnos que las promesas de Dios sí se cumplen.

Dios tiene para nuestras vidas un propósito que ha de cumplirse. Ese propósito divino no se sujeta a ley humana alguna. Va más allá de lo inaudito y, al final, siempre nos conduce, así como a Sara, a reír de gozo junto al Padre, quien se deleita viendo a sus hijos reír. Recuerda: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”.

— Olga Valdivia.

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