martes, 14 de abril de 2015

Identificaciones que transforman

No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios. Éxodo 20:4-6.

Fíjate que el término “ídolo” es una palabra que proviene del ámbito religioso y que, sin embargo, en nuestros días, especialmente en la juventud, se aplica a muchos personajes famosos de distintos ámbitos de la cultura que provocan una admiración suprema en sus fans, o seguidores. Es que, conscientemente o no, quienes lo usan han establecido una analogía entre lo que sucede en el fenómeno religioso y lo que experimentan los admiradores de estos personajes de la cultura.

Nuestra personalidad, nos dice la psicología, se forma en gran medida por identificaciones. Cuanto más elevado y noble sea el objeto de tu identificación, en la misma proporción tu carácter y tu personalidad se elevarán y ennoblecerán. Cuanto más bajo, degradado y rastrero sea aquello que admiras y con lo cual te identificas, en la misma proporción te irás degradando como persona.

Por ese motivo, Dios pidió expresamente a su pueblo Israel, y a nosotros, que no nos inclinemos ante ninguna imagen material creada por la mano del hombre para representarlo a él o para representar a otras divinidades ficticias (politeísmo), porque él sabía que el efecto sería la degradación espiritual y moral. Lamentablemente, el cristianismo mayoritario se ha apartado de esta clara indicación divina, y millones de personas se postran con veneración delante de imágenes creadas por la imaginación humana, que representan a seres humanos, llamados “santos”, que han sido tan débiles y mortales como ellos.

Pero, más allá de esta veneración concreta a un ídolo esculpido materialmente, ¿ante qué ídolos te inclinas tú? ¿Qué es aquello que pones delante de Dios como si fuese más digno de tu admiración, gratificación, devoción, seguimiento, lealtad e imitación? Al compararlo con el Dios verdadero, con la grandeza de su carácter, su poder y su amor, verás que todo otro objeto o persona se hunde en la insignificancia. Solo él puede elevarte, ennoblecerte, y satisfacer los anhelos y aspiraciones más profundos de tu corazón. ¡Pruébalo!


EL TESORO ESCONDIDO




Habla solamente lo bueno

No hablarás contra tu prójimo falso testimonio. Éxodo 20:16.

Has notado que gran parte de lo que hacemos, en nuestras relaciones personales, si no la mayor parte, es hablar? El don del habla tiene un poder extraordinario. Un par de palabras de estímulo pueden levantar el ánimo e inspirar nuevas fuerzas y esperanza a una persona angustiada, deprimida o amargada. De igual modo, tan solo una palabra de crítica, censura o agresión puede hundir a nuestro prójimo en el dolor, la tristeza o la angustia.

El mandamiento en el que estamos reflexionando hoy procura proteger a los seres humanos del flagelo de la calumnia. Nos dice, en primer lugar, que no debemos hablar “contra” nuestro prójimo. Es decir, lo que digamos, cada palabra de nuestra boca, debe ser “a favor” de nuestro hermano, para ayudarlo, estimularlo, sanarlo y bendecirlo, y no “contra” él, para dañarlo, herirlo o minimizarlo, aun cuando lo que digamos pueda tener algún contenido de verdad.

En segundo lugar, nos pide que nuestras palabras, en relación con nuestro hermano, sean siempre veraces. Ya es bastante malo hablar “contra” nuestro semejante; pero, si además, lo que decimos es una mentira, una calumnia, el daño es muy profundo.

Nuestro propósito, como hijos de Dios, que hemos conocido el amor misericordioso, comprensivo, perdonador y sanador de Jesús, es hacer todo lo posible por ayudar, fortalecer, edificar y salvar a quienes nos rodean, y nunca hacer algo que los hiera o perjudique.

Por otro lado, el mandamiento, en forma indirecta, apela a que seamos veraces, a que siempre digamos la verdad. Quien siente que, para conducirse en la vida, tiene que recurrir a la mentira, a la distorsión o a la exageración muestra debilidad: no tiene limpia la conciencia, y debe esconder sus faltas; o no tiene la suficiente fortaleza y valentía moral para defender sus convicciones o hacerse cargo de sus actos y decisiones; o cree que debe agrandar demasiado los hechos para que le crean. En cambio, la persona veraz es dueña de sí misma, no tiene vergüenza de ser lo que es, de expresar sus pensamientos, y está convencida de la realidad y veracidad de lo que dice, y está dispuesta a hacerse responsable de sus actos, porque su conciencia es íntegra.


EL TESORO ESCONDIDO



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